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El Rincón del Sátiro

El seno del coseno

CATWALK MEMORIES (II)

A pesar de los ataques de celos de Zoolander -que sabe que yo he desfilado, desfilo, desfilaré y desfilaría siempre mejor que él- como lo prometido es deuda, continuo con la semblanza de mi carrera en la pasarela. Los asiduos del blog conocereis ya lo relativo a mi primer desfile y el éxito obtenido en él. Reanudaremos la historia desde el punto en que lo dejamos...

No obstante la multitud de llamadas desesperadas de Vuitton Babies, Youngs Atteliers, Dunhill & Co., y otras marquillas de moda infantil, lo cierto es que, muy acertadamente, decidí abandonar el mainstream naciente para dedicarme al estudio y al deporte en exclusiva. Creedme si os confieso que jamás pense qué la práctica del baloncesto pudiese conducir, como un irónico bucle, a acabar de nuevo en las pasarelas, pero así fue.
Siempre he tenido clubes de fans, eso es un dato y no una vacilada; si luego resulta que no acabo cepillándome al club entero, eso no significa nada, es cosa mía. Pues bien, acólitos del satirismo, resulta que en el primer club de fans de Van Doren había una chica muy salada y con la piel más suave que os podáis imaginar, un poquito desgarbada y feucha en aquellos tiempos, algo esquelética y con el pelo más horroroso que se pueda pensar. Ese patito feo con el devenir del tiempo acabaría siendo proclamado con todos los honores y magno reconocimiento nada más y nada menos que con el título de Miss España, o lo que es lo mismo, como oficalmente la mujer más guapa de España (y Jerez). Mirando hacia atrás - with a little bit of anger, I must say- todavía la puedo ver con esa sonrisa franca y abierta, sentada, con la gracia y picaresca que sólo se desarrolla en las quinceañeras, entre las gradas del pabellón aplaudiendo mis escorzos y tiros. Junto a ella se sentaba su amiga Silvye, otro gran mito sexual de mi onana pubertad, en los tiempos en los que el deseo de ambas por mí spectacular body aún no había corrompido su amistad.
Al principio, como todo adonis que se precie, no le eché cuenta alguna, principalmente por tres motivos: a)el MVP del partido JAMÁS se digna a coloquiar con los fans, pues la obligación de éstos -como fanáticos que son- es la de adorar en la distancia, con mirada mendicante y llena de fe, al objeto de sus deseos; b) ya he dicho que por entonces no era gran cosa, y no me gusta repetirme y c) a y b son ciertas. Pero como prometía bastante -buen esqueleto, piernas tan largas que le llegaban hasta el suelo, bonita sonrisa- y Van doren siempre se ha distinguido por advertir al primer vistazo la diferencia entre una foca en ciernes y un algo indeterminado con tendencia a pibonazo, poté por dejar que sus atenciones pareciesen que encontraban más eco que las de los demá miembros del club de fans (ut sementem feceris ita metes...), pero todo ello sin dejar de controlar las inconmensurables cachas de Silvye, que -todo hay que decirlo- ya en aquella temprana época podían haberle dado de comer a un batallón de marines, pues tenía dos columnas dóricas perfectamente torneadas y, y, y... aaaaiiiieeeeaaaaaahhhhh!
El recuerdo de aquel domingo y de como se curvaban las cachas de la próxima miss y las de su amiga en la estrechez de las gradas me impide continuar. Debo acudir a Xaouen para conectar, pero volveré, pese a Zoolander.
Vae Victis.

CATWALK MEMORIES (I)

Due to popular demand, como dicen los sajones, comienzo hoy las memorias de mi etapa de modelo. No sé con certeza si seré capaz de recordar todos los detalles, pero prometo empeñarme en ello. En fin, ahí va...

Desde que tengo uso de razón-es decir, desde que tenía uno o dos meses, más o menos- he vivido con la cantinela de las alabanzas a mi hermosura. La gente por la calle se detenía asombrada ante ese increíble querubín de pelo radiante como el sol y ojos de color azul cielo, colmando de parabienes a mi madre y felicitándola por haber tenido a semejante bellezón de bebé por hijo.
-de mayor traerá de cabeza a las mujeres-le decían
-parece un niño Jesús-llegó a afirmar una de las señoras más importantes de la ciudad
-pues a mí no me parece tan hermoso-decían los envidiosos.

El caso es que crecí-bastante- y llegó la hora de participar en mi primer desfile importante, el primero que recuerdo que dejara pasmado a la audiencia congregada: el desfile de mi Primera Comunión. Recuerdo que yo ya habia mostrado a mis padres parte de mi temperamental carácter a la hora de elegir el traje para la ceremonia. Por supuesto que me negué rotundamente a dejar que fuesen ellos los que eligiesen los complementos añadidos a ese traje de marinero psicodélico de horrorosas hombreras y peor caída al frunce de la sisa y, con escasos nueve años, me planté y les dije que o me dejaban elegir los zapatos (pretendían colocarme unos horterísimos mocasines blancos de borlones que además me hacían daño) y el cordón de marinero distinguido-siempre hubo clases- o me negaba en rotunda oposición a aceptar las Sagradas Formas, con lo cual no hubiera hecho sino darle la razón a la pérfida de mi maestra, Doña Lucrecia, que era tan fea como su nombre, tenía una verruga en la comisura del labio derecho como una croqueta de jamón carbonizada y me odiaba porque había intentado domeñar mi espíritu y, evidentemente, se comió un carajo.

Llegado el día de la ceremonia, y para dar por culo a mis detractores que hacían apuestas afirmando que no sería capaz de comportarme con la oportuna educación y respeto, adopté una pose de sublime extásis, junté mis manos en muda plegaria, erguí mi espalda y me dispuse a esperar a que el maestro de ceremonias pronunciase la mágica resonancia de mi nombre. Cuando fue pronunciado, cientos de cabezas se volvieron al unísono. Las más con admiración y expectación, algunos con el verde de la envidia pintando sus vulgares y anodinos rostros.
Llevaba el cabello a la moda de la época -recordad, perdularios, que en esos tiempos hacía furor la serie "Con ocho basta"- y me habían peinado mi refulgente media melena con un gracioso plisado hacia delante y pequeñas patillas a lo griego, los zapatos de mocasín americano con medio talón (sin borlones y de un bonito color semibeige) y un cordón de oro trenzado al hombro derecho.
Me levanté en vertical, sin escorarme hacia ningún lado, y caminé erguido con la vista fija en las alturas hasta el altar, hice lo que tenía que hacer y, con un giro de mi talón izquierdo, me volví hacia mi banco con parsimonia y altivez, la cabeza agachada a medias, la media sonrisa característica de van doren y los pasos justos y necesarios para ocupar mi lugar y dar rienda suelta al recogimiento.

Éxito absoluto, felicitaciones por doquier, y lo mejor de todo...hasta la muy perra de Doña Lucrecia no tuve más remedio que confesar que mi actuación, comportamiento y compostura habían sido intachables. Confieso que me gustó eso de desfilar y sus consecuencias las sabreis en el próximo capítulo.

Vae Victis.