CATWALK MEMORIES (I)
Due to popular demand, como dicen los sajones, comienzo hoy las memorias de mi etapa de modelo. No sé con certeza si seré capaz de recordar todos los detalles, pero prometo empeñarme en ello. En fin, ahí va...
Desde que tengo uso de razón-es decir, desde que tenía uno o dos meses, más o menos- he vivido con la cantinela de las alabanzas a mi hermosura. La gente por la calle se detenía asombrada ante ese increíble querubín de pelo radiante como el sol y ojos de color azul cielo, colmando de parabienes a mi madre y felicitándola por haber tenido a semejante bellezón de bebé por hijo.
-de mayor traerá de cabeza a las mujeres-le decían
-parece un niño Jesús-llegó a afirmar una de las señoras más importantes de la ciudad
-pues a mí no me parece tan hermoso-decían los envidiosos.
El caso es que crecí-bastante- y llegó la hora de participar en mi primer desfile importante, el primero que recuerdo que dejara pasmado a la audiencia congregada: el desfile de mi Primera Comunión. Recuerdo que yo ya habia mostrado a mis padres parte de mi temperamental carácter a la hora de elegir el traje para la ceremonia. Por supuesto que me negué rotundamente a dejar que fuesen ellos los que eligiesen los complementos añadidos a ese traje de marinero psicodélico de horrorosas hombreras y peor caída al frunce de la sisa y, con escasos nueve años, me planté y les dije que o me dejaban elegir los zapatos (pretendían colocarme unos horterísimos mocasines blancos de borlones que además me hacían daño) y el cordón de marinero distinguido-siempre hubo clases- o me negaba en rotunda oposición a aceptar las Sagradas Formas, con lo cual no hubiera hecho sino darle la razón a la pérfida de mi maestra, Doña Lucrecia, que era tan fea como su nombre, tenía una verruga en la comisura del labio derecho como una croqueta de jamón carbonizada y me odiaba porque había intentado domeñar mi espíritu y, evidentemente, se comió un carajo.
Llegado el día de la ceremonia, y para dar por culo a mis detractores que hacían apuestas afirmando que no sería capaz de comportarme con la oportuna educación y respeto, adopté una pose de sublime extásis, junté mis manos en muda plegaria, erguí mi espalda y me dispuse a esperar a que el maestro de ceremonias pronunciase la mágica resonancia de mi nombre. Cuando fue pronunciado, cientos de cabezas se volvieron al unísono. Las más con admiración y expectación, algunos con el verde de la envidia pintando sus vulgares y anodinos rostros.
Llevaba el cabello a la moda de la época -recordad, perdularios, que en esos tiempos hacía furor la serie "Con ocho basta"- y me habían peinado mi refulgente media melena con un gracioso plisado hacia delante y pequeñas patillas a lo griego, los zapatos de mocasín americano con medio talón (sin borlones y de un bonito color semibeige) y un cordón de oro trenzado al hombro derecho.
Me levanté en vertical, sin escorarme hacia ningún lado, y caminé erguido con la vista fija en las alturas hasta el altar, hice lo que tenía que hacer y, con un giro de mi talón izquierdo, me volví hacia mi banco con parsimonia y altivez, la cabeza agachada a medias, la media sonrisa característica de van doren y los pasos justos y necesarios para ocupar mi lugar y dar rienda suelta al recogimiento.
Éxito absoluto, felicitaciones por doquier, y lo mejor de todo...hasta la muy perra de Doña Lucrecia no tuve más remedio que confesar que mi actuación, comportamiento y compostura habían sido intachables. Confieso que me gustó eso de desfilar y sus consecuencias las sabreis en el próximo capítulo.
Vae Victis.
Desde que tengo uso de razón-es decir, desde que tenía uno o dos meses, más o menos- he vivido con la cantinela de las alabanzas a mi hermosura. La gente por la calle se detenía asombrada ante ese increíble querubín de pelo radiante como el sol y ojos de color azul cielo, colmando de parabienes a mi madre y felicitándola por haber tenido a semejante bellezón de bebé por hijo.
-de mayor traerá de cabeza a las mujeres-le decían
-parece un niño Jesús-llegó a afirmar una de las señoras más importantes de la ciudad
-pues a mí no me parece tan hermoso-decían los envidiosos.
El caso es que crecí-bastante- y llegó la hora de participar en mi primer desfile importante, el primero que recuerdo que dejara pasmado a la audiencia congregada: el desfile de mi Primera Comunión. Recuerdo que yo ya habia mostrado a mis padres parte de mi temperamental carácter a la hora de elegir el traje para la ceremonia. Por supuesto que me negué rotundamente a dejar que fuesen ellos los que eligiesen los complementos añadidos a ese traje de marinero psicodélico de horrorosas hombreras y peor caída al frunce de la sisa y, con escasos nueve años, me planté y les dije que o me dejaban elegir los zapatos (pretendían colocarme unos horterísimos mocasines blancos de borlones que además me hacían daño) y el cordón de marinero distinguido-siempre hubo clases- o me negaba en rotunda oposición a aceptar las Sagradas Formas, con lo cual no hubiera hecho sino darle la razón a la pérfida de mi maestra, Doña Lucrecia, que era tan fea como su nombre, tenía una verruga en la comisura del labio derecho como una croqueta de jamón carbonizada y me odiaba porque había intentado domeñar mi espíritu y, evidentemente, se comió un carajo.
Llegado el día de la ceremonia, y para dar por culo a mis detractores que hacían apuestas afirmando que no sería capaz de comportarme con la oportuna educación y respeto, adopté una pose de sublime extásis, junté mis manos en muda plegaria, erguí mi espalda y me dispuse a esperar a que el maestro de ceremonias pronunciase la mágica resonancia de mi nombre. Cuando fue pronunciado, cientos de cabezas se volvieron al unísono. Las más con admiración y expectación, algunos con el verde de la envidia pintando sus vulgares y anodinos rostros.
Llevaba el cabello a la moda de la época -recordad, perdularios, que en esos tiempos hacía furor la serie "Con ocho basta"- y me habían peinado mi refulgente media melena con un gracioso plisado hacia delante y pequeñas patillas a lo griego, los zapatos de mocasín americano con medio talón (sin borlones y de un bonito color semibeige) y un cordón de oro trenzado al hombro derecho.
Me levanté en vertical, sin escorarme hacia ningún lado, y caminé erguido con la vista fija en las alturas hasta el altar, hice lo que tenía que hacer y, con un giro de mi talón izquierdo, me volví hacia mi banco con parsimonia y altivez, la cabeza agachada a medias, la media sonrisa característica de van doren y los pasos justos y necesarios para ocupar mi lugar y dar rienda suelta al recogimiento.
Éxito absoluto, felicitaciones por doquier, y lo mejor de todo...hasta la muy perra de Doña Lucrecia no tuve más remedio que confesar que mi actuación, comportamiento y compostura habían sido intachables. Confieso que me gustó eso de desfilar y sus consecuencias las sabreis en el próximo capítulo.
Vae Victis.
12 comentarios
Van Doren -
Sin perdón con las Geishas, Takada San.
Sayonara y arigato.
Van Doren San.
Soil Takada -
Yo Soil Takada he respondido a tal ataque con mi afilada katana , le propuse reto l edi el tiempo necesario para que lo dejará o lo aceptará , sus comentarios posteriores a otros artículos aceptaron por el ...he atacado
Sayonara
Van Doren -
wisecarver -
Van Doren -
Wise Caesar, ¿ muerte o vida?
El Sargento Malore y sus experiencias en el Massai Mara pronto en sus pantallas.
wisecarver -
un saludo
AMERICO PREPUCIO -
Sttrujuasky -
pokapeski -
wisecarver -
Fiodor Sttrujuasky -
wisecarver -